sábado, 26 de marzo de 2016

EL SUJETO Y EL OBJETO EN LA HISTORIA


Por: Luis Rafael García Jiménez
 
A manera de Introducción:  Cuando se investiga se desarrolla una relación entre el objeto y el sujeto, en las ciencias de la modernidad siempre se ha dicho que la relación debe ser, exclusivamente, de total objetividad. Pero que sucede en las ciencias sociales y en historia, en donde el investigador llega a ser: objeto y sujeto de su propia investigación.
      Páez (2002) señala que el sujeto responde al interrogante ¿quién o quiénes realizarán la investigación?; corresponde esto a la decisión de la o las personas que realizarán el trabajo de indagación científica. Con respecto al objeto dice que éste responde al interrogante  ¿qué estudiar? El objeto de estudio del investigador se define considerando esencialmente dos categorías fundamentales: espacio y tiempo. En tal sentido, se tiene que el término sujeto designa, en la modernidad, a aquello acerca de lo cual se afirma o se niega algo (asunto o materia sobre lo que se habla o escribe).
Los sofistas serán los primeros en señalar las diferencias individuales entre el conocimiento de la realidad y el papel de las condiciones conceptuales. Pitágoras afirmaba que el ser es para cada cual diferente (Núñez T., 1969). Por su lado, Platón formuló la teoría causal de la percepción donde comparó al sujeto con un pedazo de cera y al objeto con un sello que penetra la cera. Para él, cada saber real debe tener un carácter universal y objetivo (1967). Luego, Aristóteles expresó la idea de que el sujeto es potencialmente lo que el objeto cognoscible es en el momento (1967). La filosofía idealista clásica alemana fue la primera en reconocer la actividad del sujeto en el proceso del conocimiento. Para Alzuru (1999) “desde los presocráticos hasta hoy, dos tradiciones se enfrentan en la concepción del sujeto: una que lo define en función de su homogeneidad, y otra, que piensa al sujeto a partir de la alteridad, de la comunicación, de su mundo de relaciones...” ( p. 111).
A partir de Kant (1983) se ha hecho la distinción entre los dos sujetos siguientes: a) sujeto psicológico, que toma al individuo en un plano meramente psicológico y aun físico y/o empírico; y b) sujeto trascendental, que es un género de un yo puro (no empírico), cuya característica es presentar una trascendencia peculiar, una trascendencia en la inmanencia (immanet, manet in) que consiste en el sujeto histórico.
La modernidad concebía al sujeto como una unidad jurídico-psicológico, amo de sí, que se asocia en contrato social con los otros, en la construcción de la vida social (Alzuru, 1999), aunque no nos comprendamos a partir de la identidad. Ese sujeto moderno era capaz de pensar y decidir por sí mismo. De acuerdo con Heller (2000): “sujeto puede significar ‘estar sujeto a’ o ‘sujetar a’. En el vocabulario filosófico moderno, sujeto se yuxtapone normalmente al objeto. Podría incluso añadir una variación no ortodoxa al tema dando al significado de sujeto: el estar relacionado a algo o a alguien...” (p. 193). Lo que Heller ha definido como identidad del sujeto (s) y objeto (s) es la fusión de la visión idiosincrásica de la persona con una de las visiones compartidas de nuestra autocomprensión.
A pesar de que Nietzsche -en cuerpo (materia)- vivió en la modernidad, su pensamiento, sus amores y su locura lo ubican al final del camino, donde el sujeto no disponía de la verdad. El desenmascaramiento del sujeto que Nietzsche desarrolla estará siempre enmascarado por el proceso propio de la civilización occidental, que a partir de mediados del siglo XX (de autodestrucción de la metafísica) no se limita, sin embargo, a la conciencia como vivencias individuales (Savater, 2000). El sujeto con su máscara de hierro pertenece a una sociedad (local y global) y se expresa a través de ella, en consecuencia, su existencia será virtual, en un eterno carnaval, aunque el sujeto sea débil o común.
Para la mayoría de los posmodernos, el sujeto ha muerto, se ha desdibujado o desaparecido en la arena. Pero el sujeto tardomoderno de
Vattimo (1989 a) es un sujeto débil en una condición oscilante, que trata de vivir sin neurosis. Este sujeto débil que sabe que no es poseedor de las características que la metafísica tradicional le atribuía al ser, es un sujeto escindido que no se propone conciliación ninguna que no sea con su presente, con su vida cotidiana como realidad suprema (Alzuru, 1997).
Para Orcajo (2000) los objetos son objetos porque no pueden pensarse ni gestionarse (p. 103). Se ha entendido por objeto un fin que un sujeto trata de conocer y sobre el cual actúa. Este acto del sujeto sobre el objeto puede ser de tipo cognoscitivo, volitivo o emotivo. Para Ibáñez (1985), el objeto que una “ciencia” social trata no es neutro. La “ciencia social” es un pensamiento del hombre sobre sí mismo.
El objeto, en sentido elemental, significa aquello que está frente a nosotros, lo que tenemos como mira o en la mira. Se puede distinguir, además, tres significados: a) como uno de los factores que intervienen en el acto de conocer (sujeto y objeto),
lo que es pensado o representado; b) lo que nos proponemos alcanzar con nuestra acción; c) aquello que posee una existencia en sí, independientemente de las ideas que pueda tener el sujeto cognoscente. (Albornoz, 1990).
Los escolásticos (Abbagnano, 1955) distinguían entre objeto material, concebido como el objeto al que se dirige el sujeto, y objeto formal, que es la perspectiva desde la cual se le considera. El objeto formal y el objeto material son considerados objetos de conocimiento. Por medio del objeto formal se alcanza el objeto material. El objeto material es indeterminado y su determinación se da sólo por el objeto formal. La diferencia entre objeto formal y objeto material está basada entre lo conocido y el objeto de conocimiento. El hecho de que algo sea objeto material no significa que necesariamente sea real, ya que puede ser cualquier objeto de conocimiento.
Para los modernos, desde Kant y Bumgarten (Windelband, 1960), el objeto es considerado como lo que no reside en el sujeto. El objeto es entonces asemejado a la realidad, realidad esta que puede ser conocida o no. Actualmente, la filosofía considera al objeto como todo lo que puede ser sujeto de juicio, este objeto puede ser real o ideal. Para el pensamiento moderno, en sus diversas modulaciones, la centralidad del sujeto no daba lugar a una justa valoración del objeto (Alzuru, 1999). En la modernidad tardía el sujeto está ubicado junto al objeto, cobrando sentido el todo.
Se han propuesto varias clasificaciones de los objetos, entre ellas destacan las realizadas por Aloys Müller en su obra “Introducción a la filosofía” (1931), quien propone que los objetos se pueden dividir reales (físicos y síquicos y su interacción causal), ideales, objetos-valores y metafísicos y por Roman Ingarden (1973) quien distinguió los siguientes tipos de objetos: individuos, ideas, objetos o seres intencionales y cualidades. Alfred Whitehean (1946) es otro autor que distingue entre objetos de los sentidos, preceptuales y científicos. El filósofo alemán Alexius Meinong (Huisman, 1997) fue el creador de la teoría de los objetos, en la cual se establece la transformación de una proposición en otra equivalente mediante la doble negación; él entendía por sujeto cualquier cosa a la que se dirija la intencionalidad del pensamiento. Los objetos son determinados como materia de representación, como materia de juicio, motores de deseo y motores de emociones (Meinong, 2002).
En un sentido gnoseológico, el sujeto se define como sujeto para un objeto, siendo una relación indisoluble cuando se trata del acto del conocimiento. Estos dos términos de la relación son categorías filosóficas cuya relación ha sido interpretada de maneras diferentes según la tendencia filosófica de quien la usa, diferencia esta que se acentúa principalmente entre las interpretaciones materiales o idealistas, existiendo también posiciones intermedias entre estos dos extremos: para el materialismo, el objeto, como objeto de conocimiento, existe totalmente separado del sujeto, mientras que para el idealismo la existencia misma del objeto, y la interacción entre sujeto y objeto, se refiere de la actividad del sujeto que, a su vez, es la sustancia ideal o unidad de la actividad síquica del individuo.
Hoy en día parece que estamos volviendo a un pensamiento que ubica al sujeto en el cosmos, junto a la naturaleza y a los objetos y es el  todo lo que cobra sentido, lo que hace pensar en el “mundo como una obra  de arte” (Alzuru, 1999). Ahora bien, si el sujeto que hace la investigación histórica es a su vez un ser histórico ¿cómo puede conocerse a sí mismo?
Si consideramos la “comprensión” difundida por Dilthey (Aron, 1946) como captación de significaciones vividas, se observa como el sujeto se topa con las dificultades del conocimiento de sí y del otro (reconstrucción de los móviles y de los motivos, que son elementos que carecen siempre de la unidad del todo), multiplicadas por los puntos de vista posteriores. Cada época elige para sí un pasado. No se puede “reconstruir” ninguna otra visión del mundo, si no es por contraste con la nuestra y viendo en ella una etapa de una evolución orientada hacia el presente.
En la historiografía (concebida como la actividad y producto del historiador) el objeto y el sujeto de conocimiento pueden ser investigados sólo porque han quedado huellas o vestigios, siempre parciales y nunca una mera copia o reproducción de lo ocurrido.
De acuerdo con Wagner (1964), el sujeto influye de una manera decisiva en la percepción y modo de existencia del objeto. En la historiografía, el historiador que está incluido en el objeto observado, incide de un modo especialmente significativo en la percepción del objeto de estudio. En la historia el objeto y el sujeto estarán fundidos en uno solo, incluso, el investigador entraría a formar parte de su propia tela de araña (donde sólo él puede moverse), construyéndola y atrapándose hasta desaparecer.
Cuando se hablaba históricamente del sujeto se hablaba de una potestad del humanismo y de la disolución del objeto en el sujeto puro; el sujeto trascendental, colectivo y coherente traza su propio itinerario. La idea de sujeto (Touraine, 2000) está constantemente cargada de potestad, pues la sociedad moderna tiende a negar su propia creatividad y sus conflictos internos, y pasa a representarse como un sistema autorregulado que escapa a los actores sociales y a sus conflictos. Michel Foucault (1966) expresa que el hombre, como actor, se borra como un rostro dibujado en la arena, a la orilla del mar. Todo lo que tenemos son los resultados materiales y los actos materiales; las cosas no tienen un significado esencial, ningún sujeto esencial detrás de la acción; tampoco existe un orden fundamental en la historia, el orden es la propia escritura de la historia.
Para Aróstegui (1995) el sujeto de la historia es la sociedad y el objeto  de la historiografía es aquello que el historiador busca con su actividad;  todo proceso histórico es puesto en marcha por la acción de un sujeto o por una acción con un sujeto. Un cambio se explica por la acción concreta de un sujeto (individual o colectivo) histórico, pero sólo el historiador es quien decide  lo que es histórico. De acuerdo con Bloch (1998), el objeto de la historia es esencialmente el hombre, mejor dicho: los hombres. Aunque Le Roy Ladurie (1981) hace desaparecer al hombre al investigar el clima, más tarde éste volverá al hombre (1966-1977-1979). Pero si pensamos como los padres de los Annales podemos preguntarnos ¿quién escribió sobre el clima?, un hombre; ¿a quién afecta el clima?, al hombre; ¿a quién le interesa saber sobre el clima?, al hombre. Entonces, podemos decir que el hombre de Le Roy Ladurie (ob. cit.) desaparece estando presente. Meyer (1955), cuando plantea las conclusiones sobre el objeto historiográfico, expresa que la historia no está interesada en los factores generales de la vida humana, que sólo se ocupa de los pueblos civilizados, que los estados de cosas existentes no son nunca objeto de la historia sino en cuanto adquieren un relieve histórico y, por último, que los factores individuales sólo pertenecen a la historia -al igual que los fenómenos de masa-, en cuanto sea necesario para comprender el suceso histórico concreto. El problema esencial de los fenómenos sociales (históricos) es su carácter de fenómenos mentales, de donde se deduce (Searle, 1990) la imposibilidad de su reducción a términos físicos, porque no es posible reducir a materia los términos mentales.
No se debe olvidar que la historia no es una realidad materializable (Heller,1985) sino la atribución de la temporalidad, y constituye la verdadera jaula de hierro (o de oro para otros); además, la historia no opera  sobre objetos reales, (puesto que el hombre construye su propia realidad según Berger y Luckmann, 1984), sino sobre las representaciones que se hace de  esos objetos, a través de un discurso, y es que el sujeto que existe es producido  por el propio discurso (Greimas, 1990); así se desarrollan las cualidades simbólicas que le permitan al objeto ser un ingrediente en la vida social reconstruida y se reconoce que el sujeto no es totalmente analizable,
sino siempre incompleto, siempre fragmentados. El sujeto será como un impulso para una serie infinita de elaboraciones (Kristeva, 1981).
Así como Berger y Luckmann (1984) afirmaban que el hombre construye su propia realidad, Croce (1953) opinaba que la realidad es el espíritu que coincide con el mundo.
Este presente nuestro, que es y será un eterno presente, se ha convertido en una prisión que “sólo permite huidas ilusorias...” (Heller, 2000, p. 20). Es un presente donde no existe una historia sino muchas historias en diferentes planos, donde no existe la totalidad, sino los fragmentos, las migajas cargadas por las hormigas del microrrelato. Como bien lo expresa Dosse (1988), en la actualidad todas las historias son posibles. Esa diversidad implica el “fraccionamiento” de los objetos de estudios o de los sujetos de trabajo y de los estilos de análisis o del discurso.  El objeto tiene una vida después de la vida que lo empuja en la historia a través de la tradición (Benjamín, 1992). El objeto de estudio pasará, si es afortunado, a ser el sistema sociocultural en un momento concreto de la historia; se tratará de un sistema dentro del cual el objeto es arte y parte en la investigación (sujeto y objeto).
Cuando un historiador estudia la cotidianidad quiere significar que el hombre es tal y como es, sin poses ni posturas; quiere recuperar la realidad, sin maquillajes; busca incorporar al individuo como sujeto de su narración, permitiendo que se establezca un diálogo figurado con quien protagonizará su relato, por lo que se ve obligado a dar cuenta de las diferencias históricas que aquél se dio a sí mismo. El historiador se niega a hacer del sujeto una abstracción, especialmente ahora que los sujetos activos de la historia se han multiplicado, y tanto las minorías como los excluidos reclaman que se les reconozca en sus propias diferencias y valores (Orcajo,1998). Ha llegado la hora del hombre común, del hombre ordinario. Sólo la memoria colectiva es creadora (Halbwachs,1952), en el sentido de que no retiene solamente “lo que pasó” en el colectivo sino que lo mantiene presente, gracias a lo que el hombre ha dejado (huellas psicológicas, tradicionales, rituales, entre otras). Ese hombre común, esos excluidos minoritarios no deben ser vistos solamente como ignorantes o seres llenos de supersticiones. Thompson E. (1984), al hablar de esas masas populares, expresa que sus levantamientos, sus protestas, sus resistencias, suponen también solidaridades de clase; es, entonces, dentro del campo de fuerza de la clase donde se reviven y se reintegran los restos fragmentados de viejos modelos, es donde se dan las defensas contra las intromisiones de los dominantes. Esa gente se mueve y experimenta los azares, avatares y accidentes de la vida que no se puede prescribir o eliminar de todo control. De esa gente, la experiencia o la oportunidad se aprovechan cuando surge la ocasión.
En el marco de la(s) nueva(s) historia(s), la teoría de la historia discursiva conlleva una compleja redefinición de las nociones de objetividad y subjetividad. Con respecto a la primera noción, los objetos sociales no están implícitos en los fenómenos sociales que son su soporte material, sino que se constituyen como tales en el proceso mismo de conceptualización discursiva de éstos. Los propios objetos sociales emergen de la mediación discursiva y a través de un proceso de diferenciación de otros objetos; sólo los fenómenos sociales tienen existencia previa, pero no los objetos a los que dan lugar. Todo esto quiere decir que lo que se está planteado es una redefinición de la propia naturaleza de los objetos, que dejan de ser sociales y pasan a ser discursivos. En lo que respecta a la segunda noción, la subjetividad, se debe destacar que con frecuencia se ha planteado que el fin de la investigación científica es el conocimiento objetivo, libre de sesgo y de prejuicios. Es por ello que la subjetividad debe ser vista como la depositaria del cúmulo de significados, discursivamente forjados, con los que los individuos dotan al mundo social y a su lugar en él y de las formas de identidad propia de un determinado imaginario social. El dualismo existente de realidad-conciencia será reemplazada por la tríada realidad-discurso-conciencia (Cabrera, 2001).
Pierre Vilar (1982) advertía que “quizás el peligro más grave, en la utilización del término ‘historia’, sea el de su doble contenido: ‘historia’ designa a la vez conocimiento de una materia y la materia de ese conocimiento...” (p. 17). La historia, bajo la mirada de la modernidad,  contiene tres dimensiones: a) lo que ha ocurrido y la reflexión que los hombres han hecho alrededor de ese proceso; b) la disciplina que se ha venido conformando como un cuerpo teórico, metodológico y técnico-historiología (término propuesto por Ortega y Gasset -1987-); y, finalmente, c) el resultado de la investigación -historiográfica-. Topolski (1985) expresaba que en la palabra historia se distinguían tres significados: los hechos pasados, las operaciones de investigación realizadas por un investigador (historiador) y el resultado de dichas operaciones de investigación.
Vista la historia como conocimiento de una materia y como materia  de ese conocimiento, los intentos de síntesis de una historia planetaria  (menos aún las historias llamadas universales desde la perspectiva eurocentrista) o nacional (desde la perspectiva de la capital del país) parecen, además de titánicas, producto de la fantasía e irremediablemente condenadas  a un rotundo fracaso. Los metarrelatos históricos han muerto, lo que tiene cabida en este nuestro presente son los pequeños espacios, los tiempos  diversos plasmados a través de los microrrelatos:
La historia universal y las historias nacionales están pobladas  de gente “importante”: estadistas y milites (sic) famosos por sus matanzas, explotadores ilustres o intelectuales soberbios y cobardes. Los actores de la vida menuda rara vez merecen los apelativos
de sabios, héroes, santos y apóstoles. (González, 1973, p. 29).
A manera de conclusión: “La  Si la subjetividad es una cuestión individual, también existe la necesidad de una subjetividad de masas (Maffesoli, 2001).
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