Por: Luis Rafael García Jiménez
Tócame el cuerpo
en la mañana
y sabrás
cuánto pesa
una noche
la muerte
debe pesar
como un millón
de noches
juntas
(Faver Páez:
“Para no morir del todo”, 2000)
I.
La muerte a través de la historia y
la cultura.
De acuerdo con Iribarren (1965) los únicos capacitados para hablar de la muerte son los muertos; pero los muertos nada dicen porque están mudos y delegan en lo vivos la pretensión imposible de comprender y definir el gran enigma.
La muerte (Albornoz, 1990) en
sentido general se refiere al deceso de
un ser vivo; así entendida es que nos dice Sartre (1905-1980) que la muerte es
un simple hecho como el nacimiento.
Cuando la muerte se considera como algo que ocurre a la existencia humana,
entonces es posible apreciar varias
concepciones acerca de la misma. Así tenemos:
-
La
muerte como principio de una nueva existencia. Esta es una concepción
religiosa, presupone que el alma es inmortal,
que en el acto de la muerte se separa
del cuerpo para pasar a llevar otro tipo de existencia.
-
Algunas religiones orientales consideran la muerte como el retorno al mundo
del cual hemos salido; de ahí el “tierra eres y en tierra te convertirás”, también la idea del “eterno
retorno”.
-
La muerte entendida como
limitación de la existencia, para el
existencialista Karl Jaspers (1883-1969) la muerte es la situación límite,
inevitable a todo hombre. En tal sentido es
decisiva, esencial, ligada a la naturaleza humana en cuanto tal, signo
inequívoco de la fenitud.
-
La muerte es el problema fundamental del hombre, el solo hecho de tomar conciencia de
la muerte basta para engendrar la angustia
y caracterizar la existencia humana.
La existencia es la vida más la conciencia de la muerte.
1.1.
El culto a los antepasados.
El hombre de Neanderthal (+/- 100 millones de años) es
considerado el primer homo
sapiens, el quinto de la clasificación de los homínidos (australopitus,
oreopitus, zinjantropos, heidilber); ha dejado testimonios de su
espiritualidad y ejemplo de ello lo
tenemos en las sepulturas, en estos enterramientos se ha
podido observar el cuidado con
que se
disponía el suelo ( cubriéndolo con cantos rodados), el cadáver ( en
posición encogida) y las ofrendas. Estas últimas prueban la creencia en una
vida de ultratumba que requería la ayuda
de los vivos (Salvat, 1974).
Parece ser
que la muerte era una realidad que no
podía pasar inadvertida para estos hombres del paleolítico dotados cada vez
mayor de conciencia.
En los diferentes continentes los arqueólogos
y antropólogos han encontrado diversos
enterramientos, pero no siempre será posible
determinar si el esqueleto descubierto correspondía a una muerte casual acontecida
en el lugar del hallazgo o si su situación en ese punto correspondía a
una elección deliberada por parte de
quienes le sobrevivieron. Las
conclusiones actuales de los
investigadores es que el hombre prehistórico no sólo respetaba a sus muertos,
si no que , incluso, estaba preocupado por la
vida de ultratumba. Parece evidente que, para ellos, la muerte era la
entrada a un reino del sueño, del que
ignoramos si pensaban que podían
despertarse, es decir, si la muerte era un estado transitorio o
definitivo. Aunque no se pueda afirmar rotundamente, es muy posible que los alimentos y objetos
de silex, que aparecen junto a los esqueletos con relativa frecuencia,
fueron depositados como ofrendas
para que el muerto pudiera utilizarlos en el
transito de un mundo a otro.
El hombre del
neolítico continuará con manifestaciones de culto a los muertos, las primeras
comunidades neolíticas enterraban cuidadosamente a sus muertos, a quienes
ofrendaban muchas veces vasijas con alimentos, pequeños objetos y otras piezas de ajuar , pero sin
excesivas complejidades.
A
partir de estos primeros momentos en la
evolución del hombre, demuestran que no
hay sociedad humana que no someta sus
difuntos a atenciones particulares, cuya
función es integrar el fenómeno
brutal e inevitable de la muerte y, en
cierta forma, negarla. Así se explican
las actividades frente a la
descomposición del cuerpo y al espanto que suscita. Hay un esfuerzo por suprimir esta descomposición quemando el cadáver y
conservando las cenizas, como por ejemplo,
las urnas funerarias de los Zapotecas de
México; Sanoja y Vargas (1992)
señalan que los indígenas que habitaron
la actual región costera del Oriente
venezolano, las ceremonias funerarias tenían un carácter diferencial en cuanto al rango del individuo; cuando se trataba
de caciques o jefes principales,
los cadáveres eran desecados al fuego y los huesos pulverizados eran
ofrecidos a todos los presentes, mezclados en una bebida fabricada con grasa que había
destilado el cadáver durante la cocción (el alimento puede convertirse en el
instrumento que ponga al hombre en relación estrecha con lo sagrado: ofrenda a los muertos, a los
dioses). Los Koriaks de Siberia
dispersaban las cenizas.
El culto a los antepasados reposa en
dos ideas principales: primeramente, la muerte es muy raramente una aniquilación total del ser: el difunto sobrevive de cierta
forma en un mundo que le es propio y mantiene, se presenta el
caso, relaciones estrechas con los vivientes. Después, como lo ha expresado
Jensen (1954), esta actitud frente a los muertos se funda en la idea de que el
hombre es un elemento de la divinidad, ya que sea hecho a la imagen de Dios, o
que haya recibido de la divinidad una entidad espiritual que es su verdadera
substancia vital, o que descienda directamente de la divinidad por la cadena de
los antepasados y participe de la divinidad por el milagro de la generación y
del nacimiento. Este sentimiento de lazo entre la humanidad
y la divinidad lleva lógicamente
a ciertas creencias concernientes
a las relaciones entre vivos y muertos.
El culto de los antepasados es la
más antigua religión practicada por los
chinos. La civilización China del hombre de Pekín, enterraba a sus muerto,
hecho que los ubica como
portadores de la cultura de tipo paleolítico; los chinos en sus primeros
tiempos, profesaban un profundo respeto a los
mayores, principalmente a los antepasados, a quienes se rendía culto en altares familiares
para que los protegieran.
El sintoismo (religión tradicional del Japón, Oficial hasta 1945)
concedía una plaza privilegiada a los
Kami, o espíritus de los difuntos.
Los israelitas de la época primitiva pensaban
que sus muertos vivían en el Seol desde donde se interesaban por la suerte de
sus hijos y nietos.
Los antiguos egipcios que, como
aseguraba Herodoto , fueron “los más religiosos de todos los hombre”,
morían preocupados por su comparecencia ante el tribunal de Osiris (como veremos más adelante), con el alegato de su justificación bien aprendido .
Nadie como ellos buscaron en los profundos arcanos de la muerte. Rendían culto a las
almas de los muertos y no tenían por
tales, en el sentido material de la
palabra, mientras sus cuerpos no fuesen
destruidos o sus imágenes se perpetuaran
en la piedra. Esto explica el rito de los embalsamamientos por ellos practicados.
La profusión de momias y estatuas lo
comprueba. Así, pues, los antiguos egipcios, aun después de morir, se resistían a abandonar los espacios vitales de la naturaleza y de lo
divino.
Los egipcios consideraban que toda
persona tenía tres partes: el cuerpo, el ka y el alma. El cuerpo vivía esta
vida como un hecho pasajero. El ka o doble era la fuerza vital que sobrevivía
después de la muerte y quedaba en esta vida.
El alma se manifestaba en este mundo por los
sentimientos y las acciones; era inmortal e inmaterial. A la muerte del individuo, el alma debía hacer el viaje al más allá para ser juzgada. Era conducida a un tribunal de cuarenta
y dos jueces (demonios, constituidos en acusadores del difunto) presidido por Osiris (el dios que, a su vez,
fue despojado de la vida), dios de los muertos, y sus acciones pesadas por el
dios Anubis (dios de cabeza de perro) en una balanza, el dios Tot se
desempeñaba en la función de secretario.
Si no tenía pecados pasaba a gozar de los beneficios del reino de Osiris y ser
como los propios. Si los tenía, iba al Duat, lugar donde carecía de libertad.
Antes de dictarse la sentencia, el alma
debía justificar ante el tribunal su comportamiento en esta vida, para lo cual
le servía el libro de los muertos, conjunto de
consejos propios para la actuación en el otro mundo (Nack de Emil, 1966).
Para los griegos las divinidades primigenias de su mitología (Rojas M, 2002) eran meras
abstracciones simbólicas poco o nada personalizadas. Del Caos original procede
el Erebo (tinieblas infernales) y la Noche, de cuya unión amorosa nacen Eter (Cielo) y el Día. El
Eter corresponde a la región más limpia, elevada y luminosa del
firmamento y debe ser distinguido de Urano, otro cielo fuertemente personal.
También son hijos de Caos: Hipnos (el
sueño) la estirpe de los ensueños
(Oneiros), la Burla y la Desdicha, así
como las divinidades personalizadas: el
Engaño, el Concúbito, la Vejez, el Amor,
y el Dolor. Pero también son hijos del
Caos, Moro, Cer y Thanatos, tres nombres que son casi sinónimos de la
muerte.
En los libros Vedas, de la India, se destaca
la metempsicosis, que es la transmigración
o reencarnación de las almas individuales; afirmaban que el alma no
ofrece ningún alivio, porque el alma renace en otro cuerpo; enseñaban que, de
acuerdo con la conducta que se había
tenido, se podía ascender o descender en la reencarnación. Si se pertenecía a una casta inferior, pero si había mostrado una conducta correcta, se
renacía como miembro de una casta superior; por el contrario, si la conducta había sido
incorrecta, se volvía a vivir como seres de castas inferiores o aun en
animales. Estas ideas fueron
transformando con la aparición: 1ro. Del
Jainismo, que pretendía acabar con la
idea de la transmigración del alma y destruir así uno de los elementos que, de manera
firme, apoyaba al sistema de castas. 2do.
El budismo que estableció la negación del alma y afirmó que la pasión es la fuente de
todo mal, y que no puede ser satisfecha jamás; recomendaba entonces el control y el total abandono de los deseos (Harrison
et al, 1991).
En la África negra el animismo
(creencia en un alma de las cosas en un mundo de los espíritus y en una fuerza
vital) una real importancia y toma
incontestablemente manifestaciones
de pluralidad. Para los dogon (Mali) el
culto de los antepasados asegura la continuidad del hilo social, es decir,
descendencias que se siguen a través de las
generaciones y que aseguran la continuidad del grupo social. (Akoun, 1981).
Los indígenas que poblaron la
cuenca del lago de Tacarigua o Valencia,
desarrollaron un modo de vida jerárquico
cacical caracterizado por la construcción de complejos de
montículos (funerarios y de habitación),
producción de bienes suntuarios
dedicados al culto a los muertos (Vargas,
1990).
1.2.
La máscara y la muerte.
Los egipcios fueron los primeros en
recubrir las caras de los muertos con máscaras
funerarias. Prisionero de su semejanza transfigurada, el difunto no
podía ya tener acceso al mundo de los vivos. La máscara egipcia nace ligada a
la muerte. Se presentaba, a primera
vista, como un tabique estanco, una separación entre dos mundos. En realidad,
la muerte en Egipto era delgada como una
máscara. Era una muda y no un aniquilamiento, un paso y no un termino, morir
era viajar con serenidad como un sueño. No había muerte, sino muertos.
Los
primeros romanos le rendían culto a los
antepasados y las máscaras cumplían funciones funerarias. Éstas se moldeaban con cera en
las caras de los difuntos, que eran llevadas por los miembros de la familia en
cada nueva muerte y que representaban a
los antepasados. Con el pasar de los tiempos la conciencia trágica se perderá con la máscara escénica de los romanos,
grotesca y caricaturesca.
La máscara
griega, destino y tragedia. Máscaras de oro de Micenas, trabajadas sobre las
caras mismas de los muertos, son sobrecogedoras
huellas de una vida que se ha coagulado. Esa rigidez cadavérica era la
de las máscaras griegas que se paseaban por escena, llevadas por los actores
que resucitaban los hombres de antaño.
La máscara
africana no es la fijación de una expresión, sino una aparición que hace
nacer la angustia de una presencia
mágica. Asociada a los ritos agrarios, funerarios o iniciáticos, la máscara en
África Occidental, constituye el apoyo,
de fuerzas espirituales que interesan
unos grupos restringidos o una sociedad entera, permite captar y controlar,
canatizando y aprisionando la fuerza
vital que impide errar, en particular
después de la muerte de un ser
humano o de un animal que provoca
una liberación de energía.
1.3.
Los cristianos desde los profetas a
la Edad Media.
Los
cristianos aseguran que la muerte es el
estipendio y la paga del pecado. Así
consta en el libro del Génesis (I, 27; XX,2), y San Pablo lo confirma y recuerda en casi
todas sus epístolas (a los Romanos, V,12; VI,23. A los Corintios, Primera, XV,
21. A los Efesios,II,15. A los
Colosenses, II, 13. A Timoteo, Primera, V,6). Jesucristo destruía la muerte con
la muerte: “Yo soy la resurrección y la vida, quien cree en mi aunque hubiere
muerto vivirá; y todo aquel que vive y
cree en mi no morirá para siempre” (San
Juan, XI, 25 y 26).
En los tiempos
heroicos del cristianismo morían los fieles gozosamente, con la alegría del
viajero que sabe de antemano que le aguarda
la felicidad al termino de su viaje.
Nada les causaba temor; ni las
incomodidades del trayecto, ni el dolor físico de la jornada. Antes al
contrario, eran méritos y trabajos santificantes que harían más apetecibles el placer de llegar. Los primitivos cristianos
sabían por qué morían y para qué morían.
Esta certidumbre infusa, proclamada por
legiones de mártires, les permitió prever y disfrutar anticipadamente
los goces inefables de la vida eterna.
Esos tiempos
heroicos pasarán cuando Constantino
(gobernó entre 312-337) con el Edicto de
Milán (año 313) decretó la tolerancia al cristianismo. Con Theodosio
(gobernó entre 379-395), el cristianismo
triunfó, por lo que el nuevo emperador lo declaró religión oficial y única del imperio (año 380),
aboliendo el paganismo en el año 394.
El
cristianismo triunfará y el imperio romano se dividirá y luego se derrumbará dándoles
paso a la Edad Media y a la hegemonía de
la Iglesia y el poder a los Papas. La
socorrida imagen medieval representará al universo y al mundo como una inmensa
liza dispuesta para el triunfo de la
muerte sobre cabezas coronadas, mitras bamboleantes e infernales orgullos.
En los
fastos rudos de la Edad Media la muerte
parece significar término y castigo. Se muere lentamente, día a día,
hora a hora, con plena consciencia de que morir
es solucionar todos los conflictos humanos. Pesa la muerte más que la
vida en la balanza de las apreciaciones históricas. Su presencia hace del día
noche y de la canción plañido. La
fatalidad de la muerte, evidenciada por los moralistas y los teólogos, polariza todas las
preocupaciones y centra el pensamiento universal en un montón de tibias
cruzadas y calaveras. La técnica de morir se
eleva entonces al rango de arte. De la Edad Media puede decirse, no que
muere viviendo, sino que vive muriendo. Hombres
y mujeres visten mortajas. La muerte armada y ensabanada, con una
clepsidra en la mano, se enseñorea de las ciudades y cantan las horas, castañeteo de sus desiertas
mandíbulas, en un terrible y constante
¡ recuérdenme ¡
1.3.3. La muerte
para los judíos, los ortodoxos y los islámicos:
La mayoría
del pueblo judío, con excepción de
algunos justos, era y sigue siendo materialista. Sitúa es este mundo el premio
y el castigo de las buenas o malas acciones y considera la mansión del Señor inaccesible a los
mortales. La muerte, para muchos de ellos, significa carroña y fin de todo. Interpretando a los
profetas a modo de oráculos políticos, el Mesías se define en sus mentes,
no como Redentor del genero humano, sino como una especie de caudillo racista que levantará al pueblo
elegido de su postración y lo sacará del oprobio. Presuponemos la decepcionada
extrañeza de los judíos nacionalistas
que creían en Jesús “Mi reino no es de este mundo” (San Juan,
XVIII, 36).
Para el
pensamiento ortodoxo, la muerte está decretada a los hombres por Dios y su hora
es incierta. Debemos mirarla con sacrificio grato al Todopoderoso. Es puerta de
acceso a la inmortalidad y por ello la
muerte de los seres queridos no debe contristarnos.
Los árabes, a
través de Mahoma y los preceptos del Corán; la vida del hombre está
predestinado , el juicio final y la reencarnación existen.
1.4.
El Renacimiento.
Durante el
Renacimiento se dan cambios trascendentes, como sucedió
cuando
el hombre abandonó la preocupación por
la existencia de mundos ultraterrenos de carácter metafísico para fijar su atención en la
naturaleza como fuente de conocimiento y de creación artística..
En el Renacimiento europeo, pintores,
poetas y músicos celebraban una muerte buena como la ars moviendi (el arte de
morir). La muerte, como el Renacimiento, se vio como parte del ciclo de la
vida, incluso una causa para celebrar la salvación del alma. (Gelles y Levine,
1995).
1.5.
El siglo XX. La fascinación por la
muerte.
Todos los contemporáneos de la antesala del siglo XX
son reflejo de la crisis de valores que fragmenta las sociedades europeas (Nouschi, 1999). El desfase
entre las mutaciones tecnológicas, las conquistas materiales y la fuerza de las
tradiciones esta más o menos pronunciado, según los piases. En la Alemania de Guillermo II (1859-1941) – último
emperador alemán, su agresiva política
exterior fue uno de los factores desencadenante de la I Guerra Mundial y la extinción del
imperio - adoraba el arte con casco y
convencional, las jóvenes generaciones se refugiaban en el irracionalismo, el
anticonformismo y sobre todo el individualismo, vivero de las nuevas
tendencias.
Luego vendrá la II Guerra mundial, las guerras del
sureste asiático y las del Oriente medio en donde el arte de matar se va tecnificando sin necesidad de ver al
enemigo frente a frente de una trinchera a la otra.
LA
MUERTE EN LA LITERATURA Y EN EL ARTE.
1. En la literatura.
Sobre la fuerza emocional telúrica
de la muerte que sido, es y será punto
de partida del más grave raciocinio,
tiene Unamuno palabras felices y
aclaratorias: “Un Miserere cantado en común por una muchedumbre azotada
del destino vale tanto como una filosofía”,
podemos recalcar que dicho canto se hace en las tinieblas de
profunda incertidumbre. Pocos escritores, artistas y músicos se han sustraído al tema de la muerte. El misterio,
compartido por todos, que encierra es manantial inagotable de inspiración para la poesía. La muerte
(thanatos) y el amor (Eros),
inseparablemente unidos, fecundan la conciencia del hombre y le sugieren
ideas y sentimientos. La muerte destruye, para unos; el amor crea, para
otros. Este crear y destruir, en riguroso turno de poder, forman la trama de la gran tragedia de la vida. Quién pregona el triunfo definitivo de la muerte; quién la victoria de
la muerte. Muerte y amor, en incansable forcejeo, se disputan nuestras
codicias, nuestros afanes, nuestras ilusiones. Y así hasta la consumación de
los siglos en una especie de guerra fría y paz ardiente.
La muerte, he llegado a
comprender en este seminario, no se
define; se siente, se teme, se llora o se cante. Para el filósofo es motivo de
meditación; para el poeta, ritmo y melancolía. La Danza Macraba (1874) de
Camile Saint Saëns (1835-1921). Nos describe el paisaje nocturno de
la muerte con armoniosas notas de color
que parecen alaridos de nostalgia.
Recordemos que una danza macabra siempre ha sido un tema alegórico en arte,
literatura, teatro y música que se caracteriza por la representación del
esqueleto humano como símbolo de la muerte; basado en la creencia popular,
fomentada por las plagas y guerras de los siglos XIV y XV, de que la muerte, en
forma de esqueleto, surge de las tumbas y tienta a los que tienen vida con el
fin de que se unan a ella. El tema, extremadamente convincente, se sustenta en
la idea de la inevitabilidad de la
muerte, así como su poder igualador frente a todos los hombres, desde el Papa
hasta el mendigo, pasando por toda la escala social. Es también una
amonestación a la necesidad de
arrepentimiento.
La novelística universal debe a la
muerte sus mejores capítulos, los más
intensos y densos del contenido humano.
Y aquí la ficción nunca es ficción
porque calma su sed en los abrevaderos
experimentales de la realidad. Desde los
llamados Libros de los Muertos de los
antiguos egipcios, que se colocaban
junto a los cadáveres a modo de
itinerario, pues contenían minuciosos
detalles de los parajes ultraterrenos
hasta “Los muertos, las muertas y otras fantasmagorías”, de uno de los exponentes del vanguardismo y
el expresionismo Ramón Gómez de la
Serna (1888-1963), pasando por la
“Diferencia entre lo temporal y lo eterno” de
Padre Juan Eusebio Nierenberg
(1595-1558), existe en el mundo una copiosa
literatura, más o menos ascética, más o menos humorística, sobre el tema
de la muerte. Esta literatura no es privativa de ningún país, ni tiempo, si
bien evoluciona a favor del clima cultural y natural, ideológico y geopolítico.
La
inquietud de la muerte flota como un
fantasma sobre la lírica del mundo entero. Hay poesía del amor y hay poesía de la muerte que a veces,
se funden en un solo gran poeta que se llama “el Temor”.
Así
nos encontramos con:
-
César Vallejo (1892-1938).
Cuando decide morirse porque
si . Por las experiencias del dolor cotidiano que es la muerte por cuotas; la visión de un
mundo como un lugar penitencial sin certeza de salvación.
-
Gustavo
Adolfo Bécquer (1836-1870). Consternado
por la soledad en que se quedan
los muertos.
- Antero Quental
(1842-1891). Quien consideraba el
mutismo de la muerte más resonante que el clamoroso mar.
-
Joaquín Teixeira de Pascoaes
(1877-1952). Que deseaba morirse como la
luz, como el paisaje, a la dulce hora del crepúsculo.
-
Faver Páez para quien la muerte
debe pesar mil noches juntas.
Tenesse
Williams (1811-1983) nos decía que : los funerales son hermosos comparados con
las muertes. Son silenciosos, pero las muertes no siempre lo son. Ernesto
Sábato, nos guía sobre “Héroes y tumbas. Miguel Otero Silva nos lleva a visitar
sus “Casas Muertas” y denuncia “La
muerte de Honorio”. Gabriel García
Márquez, nos anuncia una “Crónica de una muerte anunciada” y en “Ojos de Perro azul”, se enfrenta cara a cara con
esa presencia inevitable que es la
muerte descubriéndola como una parte gemela de nuestro cotidiano vivir. La
muerte conocida desde la vida y en la
vida misma. La muerte vislumbrada en los
sueños y luego conocida como experiencia
total: del alma y del cuerpo. La muerte
como una constante inminencia que nos revela hasta qué punto nuestro propio ser está formada por
aspectos distintos y nunca imaginados. En la “Tercera Resignación” nos dice el
Gabo: “En el polvillo bíblico de la muerte. Acaso sienta entonces una ligera
nostalgia; nostalgia de no ser un
cadáver imaginario, abstracto armado
únicamente en el recuerdo borroso de sus
parientes. Sabrás entonces
que va a subir por los vasos capilares de un manzano y
a despertarse mordido por el hambre de un niño en una mañana otoñal. Sabrá
entonces _ y esos le entristecía _ que ha perdido su unidad; que ya no es
–siquiera- un muerto ordinario, un cadáver común.
La dicotomía del thanos y el ros aunque parezca dos elementos distintos se convierte en uno solo, Vargas Vila la resalta
en su Ibis en una sola unidad: “Teme
al amor como a la muerte, que es
la muerte misma”. Entre los poetas y
escritores latinoamericanos que tratan la muerte de manera especial y sus
incertidumbres constantes del deceso, se
encuentra en Rubén Darío
A lo Fatal: Dichoso es el árbol que
apenas es sensitivo / y más la piedra porque esa ya no siente / No hay mayor dolor que el dolor de estar vivo
/ Ni mayor pesadumbre que una vida
consciente / ser y no saber nada y ser
su recurso cierto / y el temor de haber
sido y en futuro tierra / y el espanto
seguro de estar mañana muerto y sufrir por la carne y por la tierra / y por lo
apenas sospechado e imaginarnos / sin saber
siquiera a donde vamos / ni donde venimos.
En
la poesía venezolana, el tema de la muerte
es frecuente en Lazo Martí en su
“Silva Criolla” la resalta con su “es tiempo de que vuelva es tiempo de que
tornes y la lluvia con sus esteras verticales, trae la muerte”. Pérez Bonalde en su “Vuelta a la
Patria”, engolfa a su madre y su muerte:
Madre aquí estoy / de mi destino vengo / a recibir en tu glacial regazo / la triste para
que el pecho tengo / y darte cubierta de
la ausencia mía.
Escritores y poetas han vivido
rodeado de muerte ejemplo de ello lo tenemos en: Horacio
Quiroga (1878-1937) siendo niño ve el suicidio de su padre, la esposa también
se suicidio, él accidentalmente manipulando una pistola mató al poeta Federico
Ferrando, sus dos hijos Rubén y Haide también fallecieron por suicidio y él también se mató. Todos los
cuentos de Quiroga tratan sobre la muerte. El primero, por ejemplo, se llamó
“Cuentos de amor, de locura y de muerte”.
El segundo ejemplo lo tenemos en Ernest Hemingway (1899-1961) y su juego
con la muerte; en su conciencia, en su pasado, en su recuerdo y en su futura
descendencia: su abuelo, su padre, él, su hija y su nieta decidieron acabar con
su vida y encontrarse con la muerte en el momento cuando ella, ellos o el
destino lo consideraron oportuno. Su obra precipita hacia la fatalidad todas
las verdades de la vida, con la presencia de la muerte. La muerte en toda su
expresión la encontramos en todos los libros de Hemingway, especialmente en
“Adiós a las armas”, “Muerte en la tarde” y por “Quién doblan las campanas”. En
su obra se desprende que: el hombre es, en la creación, el único ser que sabe
de antemano que ha de morir, y que tiene la facultad de pensar en ello en los momentos en que la
alegría y el orgullo de vivir podrían embriagarle más. De
igual modo que ésta es la idea
fundamental de la obra de André
Malraux (1901-1976) en ella cohabitan
una acción fonética y un pensamiento angustiado, en las “Voces del
Silencio”, Malraux, da todas sus
resonancias a la palabra destino para
librar al hombre de su fatalidad mortal: “sabemos muy bien –escribió- que esta
palabra cobra su verdadero sentido por el hecho de expresar la parte mortal de
todo lo que ha de morir”.; es también lo
que constituye toda la soberanía del hombre a los ojos de Hemingway. Esta
soberanía aparece tanto más clara por
cuanto surge de la tremenda lucha que sostienen la vida y la muerte en
el seno de la naturaleza. El realismo de Hemingway pinta esta lucha con tan vivos colores, que
es capaz de evocar todas las opulencias de la vida. Véase, por ejemplo, en
“Tener o no tener”, la pagina en que
nos muestra el bullicio de unos
pececillos pegados a un barco a la deriva sobre el cual agoniza un hombre
mortalmente herido: los peces se sacian con la
sangre que se desliza por el flanco de la embarcación y se diluye en
hilillos viscosos en el mar. Así la vida fluye hacia la muerte,
por medio de una rica amalgama de
movimientos inconscientes. Sólo cuando el hombre aparece en esta repugnante aventura, es con ciencia y
conciencia de su destino. Vive como el resto de la naturaleza, en un caos
análogo de absurdos y de violencia. Pero sabe que tiene una cita con la muerte,
y cuanto más se lanza a una vida arriesgada, tanto más tiene fijos los ojos en
la muerte. Todas las distinciones que
hace Hemingway entre los hombres se basan el en valor que poseen para sostener esta mirada. Él visitó muchos pueblos. Su predilección iría,
entre todos, hacia el que , dijo, “se
interesa por la muerte”, hacia el pueblo español. Escribiría en “Muerte
en la tarde”: “Cuando un hombre se
rebela contra la muerte, siente placer al asumir por sí mismo uno de los
atributos divinos, el de darla”. Pero en
“Por quién doblan las campanas” su héroe afirma: “hay que matar porque es necesario, pero no hay que creer que sea un derecho. Si se cree esto, todo se
corrompe”. Es una de las supremas bellezas del libro, esta depuración de la
idea de la muerte más allá de una vida
en la que la muerte está constantemente presente en acción y en imágenes
vividas. En la obra de Hemingway encontramos también otra fuente de emoción, consiste en la inminencia
de la muerte dentro de la vida ardiente del amor. Pero él
siempre decidirá cuando llegará la muerte
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Mario e Iraida Vargas (1992). Antiguas formaciones y modos de producción
venezolanos. 3ra. edic. Caracas. Monte Avila.
Vargas
Arena, Iraida (1990). Arqueología, Ciencia y Sociedad. Caracas. Editorial Abre
Brecha
Buena reflexión sobre la muerte. "Vendrá la muerte/Y tendrá tus ojos Dice César Pavese.
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