miércoles, 23 de marzo de 2016

LA MUERTE DESDE LA MIRADA DE LA HISTORIA, LA LITERATURA Y EL ARTE



Por:  Luis Rafael  García Jiménez


Tócame el cuerpo

 en la mañana

y sabrás
cuánto pesa
una noche
la muerte
debe pesar
como un millón
de noches juntas
(Faver Páez: “Para no morir del todo”, 2000)

I.                  La muerte a través de la historia y la cultura.

      De acuerdo con Iribarren (1965) los únicos capacitados para hablar de la muerte son los muertos; pero los muertos nada dicen porque están mudos y delegan en lo vivos la pretensión imposible  de comprender y definir el gran enigma.

            La muerte (Albornoz, 1990) en sentido general  se refiere al deceso de un ser vivo; así entendida es que nos dice Sartre (1905-1980) que la muerte es un simple hecho como el  nacimiento. Cuando la muerte se considera como algo que ocurre a la existencia humana, entonces  es posible apreciar varias concepciones acerca de la misma. Así tenemos:
-          La  muerte como principio de una nueva existencia. Esta es una concepción religiosa,  presupone que el alma es inmortal, que en el  acto de la muerte se separa del cuerpo para pasar a llevar otro tipo de existencia.
-          Algunas  religiones orientales  consideran la muerte como el retorno al mundo del cual hemos  salido; de ahí  el “tierra eres y en tierra te  convertirás”, también la idea del “eterno retorno”.
-          La muerte entendida como limitación  de la existencia, para el existencialista Karl Jaspers (1883-1969) la muerte es la situación límite, inevitable a todo hombre. En tal sentido es  decisiva, esencial, ligada a la naturaleza humana en cuanto tal, signo inequívoco de  la fenitud.
-           La muerte es el problema fundamental del  hombre, el solo hecho de tomar conciencia de la muerte basta para engendrar la angustia   y caracterizar la existencia humana.  La existencia es la vida  más  la conciencia de la muerte.

1.1.            El culto  a los antepasados.

El hombre de Neanderthal (+/- 100 millones de años) es considerado el primer homo sapiens, el quinto de la clasificación de los homínidos (australopitus, oreopitus, zinjantropos, heidilber); ha dejado testimonios de su espiritualidad  y ejemplo de ello lo tenemos  en las  sepulturas, en estos  enterramientos  se ha  podido observar  el cuidado con que  se  disponía el suelo ( cubriéndolo con cantos rodados), el cadáver ( en posición encogida) y las ofrendas. Estas últimas prueban la creencia en una vida de ultratumba que  requería la ayuda de los vivos (Salvat, 1974).

          Parece ser que  la muerte era una realidad que no podía pasar inadvertida para estos hombres del paleolítico dotados cada vez mayor de conciencia.

           En los diferentes continentes los arqueólogos y antropólogos han encontrado  diversos enterramientos, pero no siempre será posible  determinar si el esqueleto descubierto correspondía a una muerte casual  acontecida  en el lugar  del hallazgo  o si su situación en ese punto correspondía a una  elección deliberada por parte de quienes  le sobrevivieron. Las conclusiones  actuales de los investigadores es que  el hombre  prehistórico no sólo respetaba a sus muertos, si no que , incluso, estaba preocupado por la  vida de ultratumba. Parece evidente que, para ellos, la muerte era la entrada a un  reino del sueño, del que ignoramos si pensaban que podían  despertarse, es decir,  si la  muerte era un estado transitorio o definitivo. Aunque no se pueda afirmar rotundamente, es muy posible que los alimentos  y objetos  de silex, que aparecen junto a los esqueletos con relativa  frecuencia,  fueron depositados como  ofrendas para que el muerto pudiera utilizarlos en el  transito de un mundo a otro.

          El hombre del neolítico continuará con manifestaciones de culto a los muertos, las primeras comunidades neolíticas enterraban cuidadosamente a sus muertos, a quienes ofrendaban muchas veces vasijas con alimentos, pequeños objetos y otras  piezas de ajuar ,  pero sin  excesivas complejidades.

            A   partir de estos primeros momentos en la  evolución del hombre, demuestran que no  hay sociedad humana que no someta sus  difuntos a atenciones particulares, cuya  función es integrar  el fenómeno brutal  e inevitable de la muerte y, en cierta forma, negarla. Así se explican  las actividades frente a la  descomposición del cuerpo y al espanto que  suscita. Hay un esfuerzo por suprimir  esta descomposición quemando el cadáver y conservando las cenizas, como por ejemplo,  las urnas funerarias de los Zapotecas de  México;  Sanoja y Vargas (1992) señalan  que los indígenas que habitaron la actual región  costera del Oriente venezolano, las ceremonias funerarias tenían un carácter    diferencial en  cuanto al rango del individuo; cuando  se trataba  de caciques o jefes principales,  los cadáveres eran desecados al fuego y los huesos pulverizados eran ofrecidos a todos los presentes, mezclados en una  bebida fabricada con grasa que había destilado el cadáver durante la cocción (el alimento puede convertirse en el instrumento que ponga al hombre en relación estrecha con  lo sagrado: ofrenda a los muertos, a los dioses). Los Koriaks de Siberia  dispersaban las cenizas.

            El culto a los antepasados reposa en dos ideas principales: primeramente, la muerte es  muy raramente una aniquilación total del  ser: el difunto sobrevive de cierta forma  en un mundo  que le es propio y mantiene, se presenta el caso, relaciones estrechas con los vivientes. Después, como lo ha expresado Jensen (1954), esta actitud frente a los muertos se funda en la idea de que el hombre es un elemento de la divinidad, ya que sea hecho a la imagen de Dios, o que haya recibido de la divinidad una entidad espiritual que es su verdadera substancia vital, o que descienda directamente de la divinidad por la cadena de los antepasados y participe de la divinidad por el milagro de la generación y del nacimiento. Este sentimiento de lazo entre la  humanidad  y la divinidad lleva lógicamente  a ciertas creencias concernientes  a las relaciones entre vivos y muertos.

            El culto de los antepasados es la más  antigua religión practicada por los chinos. La civilización China del hombre de Pekín, enterraba a sus  muerto,  hecho que los ubica  como portadores de la cultura de tipo paleolítico; los chinos en sus primeros tiempos, profesaban un profundo respeto a los  mayores, principalmente a los antepasados, a  quienes se rendía culto en altares familiares para que los protegieran. 

            El sintoismo (religión  tradicional del Japón, Oficial hasta 1945) concedía una plaza  privilegiada a los Kami, o espíritus de los  difuntos.

             Los israelitas de la época primitiva pensaban que sus muertos vivían en el Seol desde donde se interesaban por la suerte de sus  hijos y nietos.

            Los antiguos egipcios que, como aseguraba Herodoto , fueron “los más religiosos de todos los hombre”, morían  preocupados  por su comparecencia ante el tribunal de  Osiris (como veremos más adelante), con el  alegato de su justificación bien aprendido . Nadie como ellos  buscaron  en los profundos  arcanos de la muerte. Rendían culto a las almas de los muertos y no tenían  por tales, en el sentido material de la  palabra, mientras sus cuerpos no fuesen  destruidos o sus imágenes se perpetuaran  en la piedra. Esto explica el rito de los  embalsamamientos por ellos practicados. La  profusión de momias y estatuas lo comprueba. Así, pues, los antiguos egipcios, aun después  de morir, se resistían  a abandonar los  espacios vitales de la naturaleza y de lo divino.

            Los egipcios consideraban que toda persona tenía tres partes: el cuerpo, el ka y el alma. El cuerpo vivía esta vida como un hecho pasajero. El ka o doble era la fuerza vital que sobrevivía después de la muerte y quedaba en esta vida.

             El alma se manifestaba en este mundo por los sentimientos y las acciones; era inmortal e inmaterial. A  la muerte del individuo, el alma debía  hacer el viaje al más allá para ser  juzgada. Era conducida a un tribunal de cuarenta y dos jueces (demonios, constituidos en acusadores del difunto)  presidido por Osiris (el dios que, a su vez, fue despojado de la vida), dios de los muertos, y sus acciones pesadas por el dios Anubis (dios de cabeza de perro) en una balanza, el dios Tot se desempeñaba en la  función de secretario. Si no tenía pecados pasaba a gozar de los beneficios del reino de Osiris y ser como los propios. Si los tenía, iba al Duat, lugar donde carecía de libertad. Antes de  dictarse la sentencia, el alma debía justificar ante el tribunal su comportamiento en esta vida, para lo cual le servía el libro de los muertos, conjunto de  consejos propios para la actuación en el otro mundo (Nack de Emil, 1966).

            Para los griegos  las divinidades  primigenias de  su mitología (Rojas M, 2002) eran meras abstracciones simbólicas poco o nada personalizadas. Del Caos original procede el Erebo (tinieblas infernales) y la Noche, de cuya  unión amorosa nacen Eter (Cielo)  y el Día. El  Eter corresponde a la región más limpia, elevada y luminosa del firmamento y debe ser distinguido de Urano, otro cielo fuertemente personal. También  son hijos de Caos: Hipnos (el sueño) la  estirpe de los ensueños (Oneiros), la Burla y la  Desdicha, así como  las divinidades personalizadas: el Engaño, el Concúbito, la Vejez, el  Amor, y el Dolor. Pero también son hijos del  Caos, Moro, Cer y Thanatos, tres nombres que son casi sinónimos de la muerte.

             En los libros Vedas, de la India, se destaca la metempsicosis, que es la transmigración  o reencarnación de las almas individuales; afirmaban que el alma no ofrece ningún alivio, porque el alma renace en otro cuerpo; enseñaban que, de acuerdo con la  conducta que se había tenido, se podía ascender o descender en la reencarnación. Si se  pertenecía a una casta inferior, pero si  había mostrado una conducta correcta, se renacía como miembro de una casta superior; por el  contrario, si la conducta había sido incorrecta, se volvía a vivir como seres de castas inferiores o aun en animales. Estas  ideas fueron transformando con la aparición: 1ro. Del  Jainismo, que pretendía acabar con la  idea de la transmigración del alma y destruir  así uno de los elementos que, de manera firme, apoyaba al sistema de castas. 2do.  El budismo que estableció la negación del  alma y afirmó que la pasión es la fuente de todo mal, y que no puede ser satisfecha jamás; recomendaba entonces el control  y el total abandono de los deseos (Harrison et al, 1991).

            En la África negra el animismo (creencia en un alma de las cosas en un mundo de los espíritus y en una fuerza vital) una real importancia y toma  incontestablemente  manifestaciones de pluralidad. Para los dogon  (Mali) el culto de los antepasados asegura la continuidad del hilo social, es decir, descendencias que se siguen a través de las  generaciones y que aseguran la continuidad  del grupo social. (Akoun, 1981).

            Los indígenas que poblaron la cuenca  del lago de Tacarigua o Valencia, desarrollaron un  modo de vida jerárquico cacical  caracterizado  por la construcción de complejos de montículos  (funerarios y de habitación), producción  de bienes suntuarios dedicados al culto  a los muertos (Vargas, 1990).


1.2.            La máscara y la muerte.
          Los egipcios fueron los primeros en recubrir las caras de los muertos con máscaras  funerarias. Prisionero de su semejanza transfigurada, el difunto no podía ya tener acceso al mundo de los vivos. La máscara egipcia nace ligada a la muerte. Se presentaba, a  primera vista, como un tabique estanco, una separación entre dos mundos. En realidad, la  muerte en Egipto era delgada como una máscara. Era una muda y no un aniquilamiento, un paso y no un termino, morir era viajar con serenidad como un sueño. No había muerte, sino muertos.

      Los primeros romanos le rendían culto a los  antepasados y las máscaras cumplían funciones  funerarias. Éstas se moldeaban con cera en las caras de los difuntos, que eran llevadas por los miembros de la familia en cada nueva muerte y que representaban  a los antepasados. Con el pasar de los tiempos la conciencia trágica  se perderá con la máscara escénica de los romanos, grotesca y caricaturesca.

      La máscara griega, destino y tragedia. Máscaras de oro de Micenas, trabajadas sobre las caras mismas de los muertos, son sobrecogedoras  huellas de una vida que se ha coagulado. Esa rigidez cadavérica era la de las máscaras  griegas que se  paseaban por escena, llevadas por los actores que  resucitaban los hombres de antaño.

      La máscara africana no es la fijación de una expresión, sino una aparición que hace nacer  la angustia de una presencia mágica. Asociada a los ritos agrarios, funerarios o iniciáticos, la máscara en África  Occidental, constituye el apoyo, de  fuerzas espirituales que interesan unos grupos restringidos o una sociedad entera, permite captar y controlar, canatizando y aprisionando  la fuerza vital que impide errar, en  particular después de la muerte de un ser  humano  o de un animal que provoca una liberación de energía.

1.3.            Los cristianos desde los profetas a la  Edad Media.

      Los cristianos aseguran que la muerte es el  estipendio y la paga del pecado. Así  consta en el libro del Génesis (I, 27; XX,2), y  San Pablo lo confirma y recuerda en casi todas sus epístolas (a los Romanos, V,12; VI,23. A los Corintios, Primera, XV, 21. A los  Efesios,II,15. A los Colosenses, II, 13. A Timoteo, Primera, V,6). Jesucristo destruía la muerte con la muerte: “Yo  soy la resurrección  y la vida, quien cree en mi aunque hubiere muerto vivirá; y  todo aquel que vive y cree en mi no  morirá para siempre” (San Juan, XI, 25 y 26).

      En los tiempos heroicos del cristianismo morían los fieles gozosamente, con la alegría del viajero que sabe de antemano que le  aguarda la felicidad al termino de su  viaje. Nada les causaba temor; ni las  incomodidades del trayecto, ni el dolor físico de la jornada. Antes al contrario, eran méritos y trabajos santificantes que harían más  apetecibles el placer  de llegar. Los primitivos cristianos sabían  por qué morían y para qué morían. Esta certidumbre infusa, proclamada por  legiones de mártires, les permitió prever y disfrutar anticipadamente los goces  inefables de  la vida eterna.

      Esos tiempos heroicos pasarán  cuando Constantino (gobernó entre 312-337) con el Edicto de  Milán (año 313) decretó la tolerancia al cristianismo. Con Theodosio (gobernó entre 379-395), el  cristianismo triunfó, por lo que el nuevo emperador lo declaró  religión oficial y única del imperio (año 380), aboliendo el paganismo en el año 394.

      El cristianismo triunfará y el imperio romano se dividirá y luego se derrumbará dándoles paso a la Edad Media y a la  hegemonía de la Iglesia y el poder a los Papas. La  socorrida imagen medieval representará al  universo y al mundo como una inmensa liza  dispuesta para el triunfo de la muerte sobre cabezas coronadas, mitras bamboleantes  e infernales orgullos.

      En los fastos rudos de la Edad Media la muerte  parece significar término y castigo. Se muere lentamente, día a día, hora a hora, con plena consciencia de que morir  es solucionar todos los conflictos humanos. Pesa la muerte más que la vida en la balanza de las apreciaciones históricas. Su presencia hace del día noche y de la canción plañido. La  fatalidad de la muerte, evidenciada por los  moralistas y los teólogos, polariza  todas las  preocupaciones y centra el pensamiento universal en un montón de tibias cruzadas y calaveras. La técnica de morir se  eleva entonces al rango de arte. De la Edad Media puede decirse, no que muere viviendo, sino que vive muriendo. Hombres  y mujeres visten mortajas. La muerte armada y ensabanada, con una clepsidra en la mano, se enseñorea de las ciudades y cantan las  horas, castañeteo de sus desiertas mandíbulas, en un terrible y constante   ¡ recuérdenme ¡

      1.3.3. La muerte para los judíos, los ortodoxos y los islámicos:

      La mayoría del pueblo judío, con excepción  de algunos justos, era y sigue siendo materialista. Sitúa es este mundo el premio y el castigo de las buenas o malas acciones y considera  la mansión del Señor inaccesible a los mortales. La muerte, para muchos de ellos, significa  carroña y fin de todo. Interpretando a los profetas a modo de  oráculos  políticos, el Mesías se define en sus mentes, no como Redentor del genero humano, sino como una especie de  caudillo racista que levantará al pueblo elegido de su postración y lo sacará del oprobio. Presuponemos la decepcionada extrañeza de los  judíos nacionalistas que creían  en Jesús  “Mi reino no es de este mundo” (San Juan, XVIII, 36).

      Para el pensamiento ortodoxo, la muerte está decretada a los hombres por Dios y su hora es incierta. Debemos mirarla con sacrificio grato al Todopoderoso. Es puerta de acceso a la  inmortalidad y por ello la muerte de los seres queridos no debe contristarnos.

      Los árabes, a través de Mahoma y los preceptos del Corán; la vida del hombre está predestinado , el juicio final y la reencarnación existen.

1.4.            El Renacimiento.

          Durante el Renacimiento se dan cambios trascendentes, como sucedió
cuando el hombre abandonó  la preocupación por la existencia de mundos ultraterrenos de carácter  metafísico para fijar su atención en la naturaleza como fuente de conocimiento y de creación artística..

          En el Renacimiento europeo, pintores, poetas y músicos celebraban una muerte buena como la ars moviendi (el arte de morir). La muerte, como el Renacimiento, se vio como parte del ciclo de la vida, incluso una causa para celebrar la salvación del alma. (Gelles y Levine, 1995).

1.5.            El siglo XX. La fascinación por la muerte.

Todos los contemporáneos de la antesala del siglo XX son reflejo de la crisis de valores que fragmenta  las sociedades europeas (Nouschi, 1999). El desfase entre las mutaciones tecnológicas, las conquistas materiales y la fuerza de las tradiciones esta más o menos pronunciado, según los piases. En la Alemania  de Guillermo II (1859-1941) – último emperador  alemán, su agresiva política exterior fue uno de los factores desencadenante de  la I Guerra Mundial y la extinción del imperio -  adoraba el arte con casco y convencional, las jóvenes generaciones se refugiaban en el irracionalismo, el anticonformismo y sobre todo el individualismo, vivero de las nuevas tendencias.

Luego vendrá la II Guerra mundial, las guerras del sureste  asiático y las del  Oriente medio en donde el arte de matar  se va tecnificando sin necesidad de ver al enemigo frente a frente de una trinchera a la otra.

             
     LA MUERTE EN LA LITERATURA Y EN EL ARTE.

1. En la literatura.

            Sobre la fuerza emocional telúrica de la muerte que  sido, es y será punto de partida del más grave  raciocinio, tiene Unamuno palabras felices y  aclaratorias: “Un Miserere cantado en común por una muchedumbre azotada del destino vale tanto como una filosofía”,  podemos  recalcar que  dicho canto se hace en las tinieblas de profunda incertidumbre. Pocos escritores, artistas y músicos se han  sustraído al tema de la muerte. El misterio, compartido por todos, que encierra es manantial inagotable de  inspiración para la poesía. La muerte (thanatos) y el  amor (Eros), inseparablemente unidos, fecundan la conciencia del hombre y le sugieren ideas  y sentimientos. La muerte  destruye, para unos; el amor crea, para otros. Este crear y destruir, en riguroso turno de poder, forman la trama  de la gran tragedia de la vida.  Quién pregona el triunfo  definitivo de la muerte; quién la victoria de la muerte. Muerte y amor, en incansable forcejeo, se disputan nuestras codicias, nuestros afanes, nuestras ilusiones. Y así hasta la consumación de los siglos en una especie de guerra fría y paz ardiente.

            La muerte, he llegado a comprender  en este seminario, no se define; se siente, se teme, se llora o se cante. Para el filósofo es motivo de meditación; para el poeta, ritmo y melancolía. La Danza Macraba (1874)  de  Camile Saint Saëns (1835-1921). Nos describe el paisaje nocturno de la   muerte con armoniosas notas de color que  parecen alaridos de nostalgia. Recordemos que una danza macabra siempre ha sido un tema alegórico en arte, literatura, teatro y música que se caracteriza por la representación del esqueleto humano como símbolo de la muerte; basado en la creencia popular, fomentada por las plagas y guerras de los siglos XIV y XV, de que la muerte, en forma de esqueleto, surge de las tumbas y tienta a los que tienen vida con el fin de que se unan a ella. El tema, extremadamente convincente, se sustenta en la idea de la inevitabilidad  de la muerte, así como su poder igualador frente a todos los hombres, desde el Papa hasta el mendigo, pasando por toda la escala social. Es también una amonestación  a la necesidad de arrepentimiento.

            La novelística universal debe a la muerte  sus mejores capítulos, los más intensos y densos del  contenido humano. Y aquí la ficción  nunca es ficción porque calma su sed en los  abrevaderos experimentales  de la realidad. Desde los llamados Libros de  los Muertos de los antiguos  egipcios, que se colocaban junto a los cadáveres  a modo de itinerario, pues contenían  minuciosos detalles de los  parajes ultraterrenos hasta  “Los muertos,  las muertas y otras fantasmagorías”,  de uno de los exponentes del vanguardismo y el expresionismo   Ramón Gómez de la Serna (1888-1963), pasando por  la “Diferencia entre lo temporal y lo eterno” de  Padre  Juan Eusebio Nierenberg (1595-1558), existe en el mundo una copiosa   literatura, más o menos ascética, más o menos humorística, sobre el tema de la muerte. Esta literatura no es privativa de ningún país, ni tiempo, si bien evoluciona a favor del clima cultural y natural, ideológico y geopolítico.

La inquietud de la muerte flota como un  fantasma sobre la lírica del mundo entero. Hay poesía del amor  y hay poesía de la muerte que a veces, se  funden en un  solo gran poeta  que se llama “el Temor”.
Así nos encontramos con:

-          César Vallejo (1892-1938). Cuando  decide morirse  porque  si . Por las experiencias del dolor cotidiano  que es la muerte por cuotas; la visión de un mundo como un lugar penitencial sin certeza de salvación.
-           Gustavo  Adolfo Bécquer (1836-1870). Consternado  por la soledad en  que se quedan los muertos.
-  Antero Quental (1842-1891). Quien consideraba  el mutismo de la muerte más resonante que el clamoroso mar.
-          Joaquín Teixeira de Pascoaes (1877-1952). Que  deseaba morirse como la luz, como el paisaje, a la dulce hora del crepúsculo.
-          Faver Páez para quien la muerte debe pesar mil noches juntas.

Tenesse Williams (1811-1983) nos decía que : los funerales son hermosos comparados con las muertes. Son silenciosos, pero las muertes no siempre lo son. Ernesto Sábato, nos guía sobre “Héroes y tumbas. Miguel Otero Silva nos lleva a visitar sus “Casas Muertas” y denuncia  “La muerte de Honorio”.    Gabriel García Márquez, nos anuncia una “Crónica de una muerte anunciada” y en “Ojos  de Perro azul”, se enfrenta cara a cara con esa  presencia inevitable que es la muerte descubriéndola como una parte gemela de nuestro cotidiano vivir. La muerte conocida  desde la vida y en la vida misma. La  muerte vislumbrada en los sueños y luego  conocida como experiencia total: del alma  y del cuerpo. La muerte como una constante inminencia que nos revela hasta  qué punto nuestro propio ser está formada por aspectos distintos y nunca imaginados. En la “Tercera Resignación” nos dice el Gabo: “En el polvillo bíblico de la muerte. Acaso sienta entonces una ligera nostalgia; nostalgia de  no ser un cadáver imaginario, abstracto armado  únicamente en el recuerdo borroso de sus  parientes. Sabrás entonces  que  va a  subir por los vasos capilares de un manzano y a despertarse mordido por el hambre de un niño en una mañana otoñal. Sabrá entonces _ y esos le entristecía _ que ha perdido su unidad; que ya no es –siquiera- un muerto ordinario, un cadáver común.

            La dicotomía del thanos  y el ros aunque parezca  dos elementos distintos se  convierte en uno solo, Vargas Vila  la resalta  en su Ibis en una sola unidad: “Teme  al amor  como a la muerte, que es la muerte misma”. Entre los poetas  y escritores latinoamericanos que tratan la muerte de manera especial y sus incertidumbres  constantes del deceso, se encuentra en Rubén Darío  

            A lo Fatal: Dichoso es el árbol que apenas es sensitivo / y más la piedra porque esa ya no siente /  No hay mayor dolor que el dolor de estar vivo /  Ni mayor pesadumbre que una vida consciente /  ser y no saber nada y ser su recurso cierto /  y el temor de haber sido y en futuro tierra /  y el espanto seguro de estar mañana muerto y sufrir por la carne y por la tierra / y por lo apenas sospechado e imaginarnos / sin saber  siquiera a donde vamos / ni donde venimos.

En la poesía venezolana, el tema de la muerte  es  frecuente en Lazo Martí en su “Silva Criolla” la resalta con su “es tiempo de que vuelva es tiempo de que tornes y la lluvia con sus esteras verticales, trae la  muerte”. Pérez Bonalde en su “Vuelta a la Patria”, engolfa  a su madre y su muerte: Madre aquí estoy / de mi destino vengo / a recibir  en tu glacial regazo / la triste para que  el pecho tengo / y darte cubierta de la ausencia mía. 

            Escritores y poetas han vivido rodeado de  muerte  ejemplo de ello lo tenemos en: Horacio Quiroga (1878-1937) siendo niño ve el suicidio de su padre, la esposa también se suicidio, él accidentalmente manipulando una pistola mató al poeta Federico Ferrando, sus  dos hijos  Rubén y Haide también fallecieron  por suicidio y él también se mató. Todos los cuentos de Quiroga tratan sobre la muerte. El primero, por ejemplo, se llamó “Cuentos de amor, de locura y de muerte”. 

            El segundo ejemplo lo tenemos  en Ernest Hemingway (1899-1961) y su juego con la muerte; en su conciencia, en su pasado, en su recuerdo y en su futura descendencia: su abuelo, su padre, él, su hija y su nieta decidieron acabar con su vida y encontrarse con la muerte en el momento cuando ella, ellos o el destino lo consideraron oportuno. Su obra precipita hacia la fatalidad todas las verdades de la vida, con la presencia de la muerte. La muerte en toda su expresión la encontramos en todos los libros de Hemingway, especialmente en “Adiós a las armas”, “Muerte en la tarde” y por “Quién doblan las campanas”. En su obra se desprende que: el hombre es, en la creación, el único ser que sabe de antemano que ha de morir, y que tiene la facultad de  pensar en ello en los momentos en que la alegría  y el  orgullo de vivir podrían embriagarle más. De igual  modo que ésta es la idea fundamental de la  obra de André Malraux  (1901-1976) en ella cohabitan una acción fonética y un pensamiento angustiado, en las “Voces del Silencio”,  Malraux, da todas sus resonancias  a la palabra destino para librar al hombre de su fatalidad mortal: “sabemos muy bien –escribió- que esta palabra cobra su verdadero sentido por el hecho de expresar la parte mortal de todo  lo que ha de morir”.; es también lo que constituye toda la soberanía del hombre a los ojos de Hemingway. Esta soberanía aparece tanto más clara por  cuanto surge de la tremenda lucha que sostienen la vida y la muerte en el seno de la naturaleza. El realismo de Hemingway  pinta esta lucha con tan vivos colores, que es capaz de evocar todas las opulencias de la vida. Véase, por ejemplo, en “Tener o no tener”, la pagina  en que nos  muestra el bullicio de unos pececillos pegados a un barco a la deriva sobre el cual agoniza un hombre mortalmente herido: los peces se sacian con la  sangre que se desliza por el flanco de la embarcación y se diluye en hilillos viscosos  en el  mar. Así la vida fluye hacia la muerte, por  medio de una rica amalgama de movimientos inconscientes. Sólo cuando el hombre aparece en  esta repugnante aventura, es con ciencia y conciencia de su destino. Vive como el resto de la naturaleza, en un caos análogo de absurdos y de violencia. Pero sabe que tiene una cita con la muerte, y cuanto más se lanza a una vida arriesgada, tanto más tiene fijos los ojos en la muerte. Todas  las distinciones que hace Hemingway entre los hombres se basan el en valor que poseen  para sostener esta mirada. Él  visitó muchos pueblos. Su predilección iría, entre todos, hacia el que , dijo, “se  interesa por la muerte”, hacia el pueblo español. Escribiría en “Muerte en la tarde”: “Cuando un  hombre se rebela contra la muerte, siente placer al asumir por sí mismo uno de los atributos  divinos, el de darla”. Pero en “Por quién doblan las campanas” su héroe afirma: “hay que matar porque  es necesario, pero no hay que creer que  sea un derecho. Si se cree esto, todo se corrompe”. Es una de las supremas bellezas del libro, esta depuración de la idea de la muerte más allá de  una vida en la que la muerte está constantemente presente en acción y en imágenes vividas. En la obra de Hemingway encontramos también otra  fuente de emoción, consiste en la inminencia de la  muerte  dentro de la vida ardiente del amor. Pero él siempre decidirá cuando llegará la muerte

    

BIBLIOGRAFÍA


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Albornoz, Hernán (1990). Diccionario de filosofía. Valencia. Vadell Hermanos Editores.
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1 comentario:

  1. Buena reflexión sobre la muerte. "Vendrá la muerte/Y tendrá tus ojos Dice César Pavese.

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